EL
VINO EN LA PINTURA DE VELÁZQUEZ: EL TRINUFO DE BACO O LOS BORRACHOS. Alfredo Pastor Ugena
(Se
adjunta imagen del cuadro en formato jpg con buena resolución que debe situarse
aquí en tamaño lo más grande posible)
“Tengamos
vino, mujeres, risa y alegría, pues ya vendrán el sifón y las homilías.”
(Lord
Byron)
Cualquier manifestación artística contempla entre sus obras,
ejemplos relevantes donde el vino está presente: la literatura, la poesía, la
pintura, la escultura, los grabados, la música, entre otras. Constituye (
“la cosa más civilizada del mundo, como
denominó .Ernest Hemingway al vino”) una fuente de información para abordar
las preocupaciones y las formas de pensar de la sociedad de cada momento.
Son muchas las representaciones artísticas que han tenido
al vino como protagonista a lo largo de toda la historia del arte .Nos
encontramos con obras que hacen referencia al cultivo de la vid, a su
recolección y consumo. Ya desde la antigüedad, tanto el vino como el fruto que
lo produce, la uva, la parra o el propio dios que lo representa, Baco o Dionisisos, han sido el centro de
múltiples representaciones pictóricas.
Su simbología asociada a la fiesta y al desenfreno por un
lado, y la importancia dada por la religión cristiana al mismo por otro, han
favorecido la multiplicación de sus imágenes. Igualmente su relación o
asociación con el mes de la vendimia han servido de inspiración a múltiples
obras en todos los períodos de la historia, especialmente en la Edad Media.
Esta pintura que comentamos, El triunfo de Baco o Los borrachos, de Diego Velázque, es la
primera obra de tema mitológico de la que se tenga constancia que fue realizada
por el maestro sevillano. La técnica utilizada es la de la pincelada libre que
crea volúmenes y diluye los contornos.
Seguidamente vamos a resaltar algunos datos importantes
de la vida, intereses y de la sociedad del momento en la que vive Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Este
genio de la pintura nace en Sevilla, en 1599, un año después de la muerte de
Felipe II. España, a pesar de su ya evidente declive, era aún la potencia más
temida y poderosa. El pintor de pintores
muere en Madrid, en 1660, cuando Francia se convierte en la potencia hegemónica
de Europa con Luís XIV. Entre estas dos fechas ocurrieron un gran sinfín de
guerras y rebeliones, por este motivo fue denominado el Siglo de hierro, el S. XVII.
Europa estaba dividida por la política y la religión.
Pero, a pesar de todo ello, lo que resulta realmente sorprendente es que una
Europa con tantos desastres desarrollara tanta creatividad artística: fue la
época de Velázquez, pero también la de Rembrandt, Rubens, Tiziano, Bernini,
Galileo, Monteverdi, o Pascal.
España
fue permeable a las influencias literarias y artísticas que llegaban del
exterior, pero en el terreno científico se cerró en banda. Tenía poco potencial
humano: a los pocos habitantes había que sumar las terribles epidemias y las
expulsiones de moriscos (1609, 1610). Sólo en el norte existía un balance
demográfico positivo. La merma de población, sumada a la crisis económica
provocada por la gran competencia industrial de las naciones extranjeras, menos
ligadas a las trabas de la organización gremial y a sus duras reglas, y la
mentalidad caballeresca que llevaba a menospreciar actividades mercantiles y el
trabajo manual, provocaron el progresivo hundimiento del imperio español.
El vino, producto inmerso en esta coyuntura social,
política y económica, era de fácil adquisición para todas las clases sociales
que lo degustaban; su precio dependía, claro
está, de la calidad. Todas las clases apreciaban el vino y no dudaban en
consumirlo, se utilizaba tanto para
beber como para cocinar y se creía en sus cualidades medicinales y
reconstituyentes: era el líquido más
común del ánimo popular.
Como sabemos la sociedad española del Siglo de Oro era
una sociedad de contrastes. La nobleza estaba bien alimentada, incluso en
exceso; las clases más humildes tenían una alimentación básica, o incluso de
subsistencia, donde gran cantidad de desarrapados, holgazanes, pícaros vivían
de la limosna y las sopas de los conventos.Cuando
Felipe IV asciende al trono en 1621, y redujo los gastos de la Corte, El rey Planeta pudo dedicarse entonces a
sus aficiones: la literatura y el arte. El monarca protegió el teatro y la
lírica, incluso el mismo llegó a escribir y pintar. Entre sus aciertos cabe
destacar el nombrar a Velázquez, del que fue amigo y protector, pintor oficial de la Corte.
En el ambiente de su época fue sintomático la ambición
por obtener una pública declaración de la nobleza de linaje. Velázquez de padre
portugués (oriundo de Oporto) quería obtener al menos un título de caballero,
ya que sobre los portugueses que vivían en la península caía la sospecha de que
fueran marranos, es decir, de origen
judío.
Nuestro pintor tuvo que luchar además por el
reconocimiento de su trabajo: la separación entre artista y artesano que en
Italia quedó clara en el siglo XVI pero tardó mucho tiempo en reconocerse en España.
Durante el siglo XVII los pintores tuvieron que batallar para que la Pintura se
considerase arte liberal y no oficio manual. Velázquez tuvo que declarar que pintaba para agradar a su rey y no como
profesión ejercida para ganarse la vida. El empeño por alcanzar la
hidalguía y certificar la limpieza de sangre de su linaje indica hasta qué
punto compartía la mentalidad de los españoles de su tiempo. Es legendaria su natural modestia pero
su obstinación, por ser nombrado caballero de Santiago, le siguió toda su vida.
Este deseo quizá sólo fuera alimentado por los beneficios que ello conllevaba
(rentas y honores) y quizás no fuera simple vanidad.
En 1659 Velázquez consigue que el rey obtenga del papa
una bula que le abstenga de las pruebas negativas que impedían su nombramiento
y finalmente se le concedió el nombramiento de Caballero de Santiago. Casi nada se transparenta de su vida privada
y todos sus secretos se encierran en sus lienzos. Él es el pintor del rey, capaz de captar la mirada del monarca.
Apenas un año después de la fecha en
la que conseguía su autonomía, pintaba Velázquez, recién llegado desde Sevilla
a la Corte de Felipe IV, su famoso lienzo El
triunfo de Baco o Los borrachos, una de las obras maestras de la pintura
española y alegoría de la cultura del
vino que hoy puede contemplarse en el Museo Nacional del Prado, en Madrid.
Ya desde el reinado de
Felipe III, el consumo de vino en la corte de los Austrias crecía año tras año,
donde, la diezmada economía del reino por las guerras en Europa, propiciaba,
por ejemplo, el pillaje y la corrupción entre los guardianes de las tinajas de
Palacio. El personal, falto de ingresos con los que mantener su estatus, se
dedicaba a sustraer el caldo de palacio y venderlo bajo cuerda, hasta que, en
1654, Felipe IV ordena a sus servidores
cerrasen sus tabernas, estableciendo castigo ordinario en caso de
desobediencia.
Velázquez nos refleja en esta obra, por un lado una visión naturalista de la mitología, para
ello recurre a utilizar personajes de la calle, vestidos con las ropas típicas del
momento; por otro, será la utilización de la
ironía en las escenas, lo que resta divinidad a las figuras acercándolas al
espectador.
El triunfo de Baco
o Los borrachos es el primer cuadro de tema mitológico que conocemos de
Velázquez. La escena recoge el momento en que Baco, el Dionisios griego, dios del vino, de la vid y de todos los
excesos que estos favorecen, corona a un soldado. Fue un encargo del rey Felipe
IV, que quería para sus aposentos reales una representación de este tipo que
tuviera como protagonista al dios Baco, que en la época era visto como un
“libertador” de la vida cotidiana, por los efectos que sobre el alma tiene el
líquido que forma parte de su iconografía: el
vino.
Lo que más sorprende al ver la escena es el toque vulgar
que la dio Velázquez, desmitificando así cualquier atisbo de idealización de
los personajes, incluido el propio Baco, que aparece semidesnudo acompañado por una especie
de fauno y por un grupo de personajes, que observan y beben en estado de alegría.
Baco es representado como el dios que regala
el vino a los hombres para que olviden por un tiempo sus dificultades.
La obra se pinta en torno a 1628 o 1629. Velázquez sigue
el modelo de Caravaggio para pintar
al dios, desnudo, sensual y metido en carnes. Sin embargo los campesinos
pertenecen a la realidad inmediata y se encuentran mucho más próximos a José
Ribera y a sus cuadros como la serie de filósofos que realiza.
La composición se
organiza en base a dos diagonales que forman una equis, y cuyo punto de
intersección es la cabeza del hombre al que corona Baco. A pesar del tono
general oscuro del cuadro, la figura del dios se destaca con más luz y por el
color de sus ropas que rompen la monotonía de los colores marrones muy
presentes en el cuadro. Hay todavía en esta obra muchos recuerdos de la etapa
sevillana, en la entonación general, en los tipos humanos callejeros y en las
calidades de los objetos que usan para beber.
La figura de Baco contrasta de forma evidente con los
otros personajes que le acompañan. La piel del dios es blanca y suave, casi
nacarada, como corresponde a alguien que no trabaja ni necesita exponerse a las
inclemencias del tiempo. La blancura de la piel era un signo de distinción
social. Los campesinos, vestidos rústicamente, tienen el rostro curtido por el
sol, el viento y la vida al aire libre, y arrugado por el paso de los años. Sus
sonrisas y el brillo de la nariz enrojecida hablan del estado de euforia en que
les ha puesto el vino.
El personaje de la capa, mayor y quizá no tan pobre,
mantiene una actitud más seria, mientras contempla la coronación. Físicamente,
el que nos mira con el sombrero puesto, como haciendo una invitación a la
bebida, tiene muchas semejanzas con personajes de Ribera, observables también
en el Museo del Prado. El reflejo de la luz en el cristal y el brillo de la
parte vidriada se consiguen a base de pequeñas pinceladas blancas, mientras los
dos objetos, se destacan del fondo por una amplia línea de contorno negra.
Baco,
dios romano del vino, como ya hemos señalado, aunque en un principio lo era de
la fertilidad, suele aparecer representado como un joven desnudo coronado de
uvas y hojas de vid, acompañado por su corte de ménades (“seres femeninos
divinos estrechamente relacionados con este dios”), sátiros y animales
fantásticos. En Grecia, su culto ejerció un atractivo especial sobre las
mujeres, como puede comprobarse en la tragedia de Eurípides, Los bacantes. A excepción de Baco y el
fauno situado detrás de él, que aparecen semidesnudos, el resto de los
personajes van vestidos con ropas sencillas, como si fueran campesinos o gente
humilde. Baco les trae el vino, y la escena tiene lugar al aire libre. Éste, sentado
sobre un tonel, con un tocado de pámpanos y hiedra y cubierto parcialmente por
telas blancas y rosadas, parece que invita disfrutar de la vida y a hacerla más
llevadera.
En la escena, Velázquez, desarrolla un discurso pictórico sobre las
bondades del vino y su capacidad para consolar a las gentes de las penalidades
de la vida diaria. La interpreta desde la más rigurosa cotidianidad, representando a
Baco mezclado entre sencillos mortales para darles a conocer el vino.
Como en sus otras escenas mitologías, ésta es
representativa de la realidad cotidiana convertida en fábula que tiene más
relación con el género costumbrista practicado por el pintor en su etapa
sevillana. El cuadro de formato apaisado, donde la escena se
representa en una composición en aspa, se puede dividir en dos partes
claramente diferenciadas: en la de la izquierda, el dios del vino sentado en un
tonel, semidesnudo y tocado con hojas de vid, recuerda claramente a los
ambiguos y sensuales modelos de Caravaggio.
Baco corona a un joven soldado que
se arrodilla a sus pies en actitud un tanto reverencial, como si lo hiciese
ante un santo. Mientas otro joven recostado tras él, tal vez un sátiro,
muestra una copa de vino en la mano y en la cabeza una corona de hiedra, planta
que, al igual que el vino y el propio Baco, se asociaban a los poetas y a su inspiración. En estos personajes
concentra Velázquez los colores más vivos y contrastados, el amarillo del
soldado, el rojo y blanco del dios.
En la parte derecha aparecen
representados los ya citados seis personajes de clase humilde, hombres de la
calle, quizás campesinos y soldados retirados de los Tercios. De todos ellos
llama la atención el que portando una escudilla de vino, nos mira sonriendo,
con atención, invitándonos a participar en el festejo y sumarse al festín. Es
una interpretación naturalista con ironía picaresca y realismo. Velázquez pinta a estos
borrachos con sus rostros vulgares y sus
ropas rústicas de trabajadores, como sería cualquier visitante de una taberna,
sin aderezos ni artificios.
La superposición de
planos se lleva a cabo mediante contrastes de luces y sombras, típicos del estilo
tenebrista barroco. El eje central se encuentra en la cabeza
de Baco, en el personaje de la derecha y en la figura arrodillada.
Observando el
cuadro, deducimos claramente cómo Velázquez entra en contacto con una nueva
temática hasta entonces ajena a sus pinturas: abandona lo religioso y lo
costumbrista y se decanta por un tema mitológico. Hasta entonces, esta temática
había sido ajena al arte español, aunque estaba levemente tratada por otros
artistas. Otra
de las características importantes es que Velázquez comienza a poner interés
por el cuerpo desnudo, cosa que hasta ese momento no había prestado atención.
Son varias las interpretaciones que se han hecho de esta
obra, desde una crítica irónica de los dioses paganos, hasta una humanización
de las historias mitológicas, o una
exaltación del vino, que tomado con moderación, alegra la vida de los hombres.
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