La reina Isabel I “la
Católica”. La relación de los
primeros años de su vida con la coyuntura castellana e internacional.
Alfredo Pastor
Ugena. Presidente de la Academia Iberoamericana de Escritores y
Periodistas.
Isabel I de Castilla conocida como Isabel “la
Católica”- debido al título pontificio que tanto a ella como a su esposo el rey
Fernando II de Aragón les concedió el Papa español Alejandro VI, en 1496, a
través de la bula Si convenit- ha
sido una reina muy importante en la historia de España. Nació a finales Edad
Media para morir en el umbral de la modernidad renacentista. Se le considera
una mujer que se adelantó a su tiempo. Es posible que no naciera para ser reina
pero sí demostró a lo largo de su vida que había nacido para reinar. Fue
portadora de una religiosidad que fue creciendo con el paso de los años,
conforme iban aumentando sus responsabilidades de gobernante.
Su vida no hubiera sido la que fue sin su relación
con cuatro personajes que influyeron de forma decisiva en ella: el arzobispo
Carrillo de Acuña, su valedor en los años de princesa; el cardenal Pedro
González de Mendoza, su consejero y gran apoyo en los años de comienzo de su
reinado; el cardenal Francisco de Cisneros, su confesor y guía espiritual; y
Fray Hernando de Talavera, también su confesor y confidente en muchos momentos.
Todos ellos fueron testigos del
Humanismo cristiano.
Isabel I comienza su
reinado con la guerra civil contra Portugal. La veremos también inmersa en
todos los problemas internos que reclaman la presencia de los monarcas en
cualquier parte del territorio del reino de Castilla, considerado en su
extensión desde Galicia a Murcia y desde la
costa cantábrica a las de Andalucía.
Este reinado será la época
de recuperación del equilibrio político de Castilla, roto desde los comienzos
del siglo XV. Es asimismo el comienzo de una extraordinaria actuación
diplomática y militar que sitúan a la nueva monarquía a la cabeza de las
potencias europeas de la época.
Junto a su marido el rey Fernando (1452-1516)
diseñaron el Estado moderno y sus principales instituciones, poniendo en
práctica las infraestructuras necesarias propias de la monarquía hispánica,
nacional, bicéfala y autoritaria, como lo hicieron, más o menos, en la oportuna
medida, Luis XI en Francia y Enrique VII “Tudor” en Inglaterra.
Una vez
resuelto el problema sucesorio, el reinado de Isabel y Fernando se caracterizó
por la concatenación de sucesivos triunfos, fortaleciéndose el poder real con
instrumentos y mecanismos institucionales como las Audiencias, el Consejo Real, la Santa Hermandad o los corregidores, verdaderos representantes
de los monarcas en los municipios.
Fue un reinado excepcional en muchos de cuyos actos
la reina Isabel tiene una directa intervención. Ella concibe la realeza como un
derecho dinástico y como un deber, con
una gran responsabilidad y una misión a cumplir.
La importancia de esta Reina es múltiple pero, entre
otros aspectos relevantes de su vida, nos atreveríamos a destacar el
protagonismo que le tocó ejercer en la formación de la unión dinástica entre
Castilla y Aragón y de la referida formación del Estado moderno, estructurando
junto a su marido Fernando II el nuevo modelo de monarquía.
Según J. Pérez, “la unión dinástica logró transformar
la variedad de reinos de la España medieval en un cuerpo político con una sola
dirección, una sola diplomacia y un solo ejército” que reunía pueblos con
lenguas, tradiciones históricas, costumbres e incluso instituciones distintas;
donde cada uno conservaba su autonomía administrativa y se regía conforme a sus
propios fueros o leyes. Todos ellos estaban unidos por la persona de los
monarcas. Los extranjeros no se engañaron: llamaron España a la unión de
Castilla y Aragón y Reyes de España a sus soberanos.
Los Reyes Católicos no crean una España unificada
pero la doble monarquía no es tampoco una simple unión personal. Con ellos
España se convierte en un ámbito político importante y toma una forma original
que conservará por lo menos hasta principios del siglo XVIII.”
Isabel I de Castilla, hija del rey castellano Juan II
y de su segunda esposa, la infanta portuguesa Isabel de Aviz y Braganza (nieta
del rey Juan I de Portugal) marcará todo un hito histórico en nuestro país.
Sus antecesores en la Casa de Trastámara
se habían hecho con la corona de Castilla a mediados del siglo XIV, tras una
cruenta guerra civil entre el rey legítimo Pedro I “ el Cruel” y su hermano
bastardo Enrique de Trastámara (futuro Enrique II “el de las Mercedes”) cuyo
reinado supuso la consolidación de la nobleza y de los ideales aristocráticos
frente a la burguesía mercantil.
Isabel vino al mundo el 22 de abril de 1451, jueves
santo, a las cinco menos cuarto de la tarde (en el
palacio de su padre Juan II de Castilla, hoy monasterio de Nuestra Señora de
Gracia regido por las madres agustinas situado en Madrigal de las Altas Torres)
tras un parto difícil, según el galeno que fue médico de Isabel durante toda su
vida, el doctor Toledo.
Esta villa de realengo de Madrigal Ávila que contaba
entonces con unos cuatro mil habitantes (según los censos que están en el
archivo general de Simancas) situada en la llanura castellana de la comarca de
Arévalo, sería un lugar emblemático en la vida de
Isabel, dentro de esa especie de triángulo tan relevante para su destino cuyos
otros dos vértices fueron Arévalo, donde pasaría su niñez, y Medina del Campo donde moriría el 26 de
noviembre de 1504.
Enterado el rey Juan II del nacimiento de su hija,
inmediatamente ordena comunicar el evento a todo el reino. La fecha del
nacimiento de la Princesa fue comunicada por su propio padre a la ciudad de
Segovia en una carta datada cuatro días después.
La niña “quedó apresada” de inmediato en las formas
de vida nobiliarias propias de la Castilla del siglo XV. La entregaron a una
nodriza, Mari López, esposa de Juan de Molina, a quien en la Corte llamaban la “señora que dio a su Alteza de su leche”
Este nacimiento ampliaba la
sucesión real, asegurada con el hijo mayor Enrique, que ocuparía el trono en
1454 con el nombre de Enrique IV, conocido popularmente como “el Impotente”.
Fue bautizada en la iglesia de San Nicolás de Bari,
en Madrigal de las Altas Torres, en la que recibió el nombre de Isabel, como su
madre y como su abuela materna. Dos años más tarde que Isabel nacería en
Tordesillas (Valladolid) su hermano el príncipe Alfonso (17 de septiembre de
1453), colocándose Isabel en una tercera línea de sucesión, después de Enrique,
Alfonso y sus descendientes.
El nacimiento de este nuevo hijo varón de Juan II
coincide cronológicamente con la toma de
Constantinopla por los turcos, el 29 de mayo. Hecho que marca el final de
la Edad Media y los comienzos de la Modernidad. Este año se produce
también la ejecución de don Álvaro de
Luna, suceso sorprendente, de los más sonados y dramáticos del siglo XV
castellano. Don Álvaro, hombre importante en la Castilla medieval, acusado de herejía por Isabel de Portugal, la madre de Isabel la
Católica, pasó “de la mesa del rey
al hacha del verdugo”: quedaba claro que nadie estaba libre de la ira regis.
Mehamed II conquistó en 1453 la citada ciudad y la
denominó Estambul. Ponía así fin al Imperio romano oriental o Bizancio, con
capital en Constantinopla. Los bizantinos sobrevivieron, al emigrar a
Occidente, llevándose consigo la tradición cultural grecorromana que se había
conservado en Constantinopla y contribuyeron a poner en marcha uno de los
sucesos más importantes de la modernidad: el Renacimiento cultural y artístico
de los siglos XV y XVI.
Isabel I,
que nace dos años antes de este hito histórico, lo hace también en un momento
de tránsito entre dos épocas. De ahí que se le considere una mujer que vive
entre el final del Medioevo y los comienzos de la implantación y desarrollo del
Renacimiento.
Este momento (6 de enero de 1453) es
verdaderamente significativo dada la posterior importancia que tendrá para la
política matrimonial de los Reyes Católicos, ya que Federico III, emperador del
Sacro Imperio Romano, otorga a su hijo Maximiliano el título de Archiduque de
Austria.
Hecho
también relevante es el final de la importante Guerra de los Cien Años, que
en realidad duró ciento dieciséis (1337-1453) entre Francia e Inglaterra y que
salpicó a otros países europeos. Por ejemplo, en Castilla se proyectó este conflicto en el
sistema de alianzas habido en el enfrentamiento entre Pedro I y Enrique de
Trastámara. Fue realmente una guerra feudal para dirimir quién controlaría las
enormes posesiones de los monarcas ingleses en Francia desde 1154, como
consecuencia del ascenso al trono de Inglaterra de Enrique Plantagenet, conde de
Anjou casado con Leonor de Aquitania. Finalmente y después de innúmeros
avatares, se saldó con la retirada inglesa de tierras francesas.
Francia se
remodelaría como Estado moderno -igual que ocurrió en España con los Reyes
Católicos- con los monarcas Carlos VII “el Victorioso”(1422-1461) y Luis
XI “el Prudente” ( 1461-1483),
llevando a cabo este último una lucha para afirmar su autoridad contra los
derechos feudales de la nobleza y el clero, construyendo las bases de una
monarquía autoritaria y centralista, lo que sin duda le supuso la enemistad de
parte de la nobleza tradicional.
Inglaterra,
tras la Guerra de los Cien Años, se convirtió en un sanguinario escenario de
una guerra civil, la denominada Guerra de
las dos Rosas que enfrentó a miembros y partidarios de la Casa de Lancaster
contra los de la Casa de York entre 1456 y 1485.
Por lo
tanto Francia, Inglaterra y España van a vivir coyunturas políticas e
institucionales de tipo renacentista propias de monarquías nacionales, modernas
y autoritarias.
El 22 de
julio de 1454, teniendo Isabel tres años, muere su padre Juan II en Valladolid;
gobernaba en Castilla desde 1406. En el momento antes de su muerte: dijo:“naciera yo hijo de labrador e fuera fraile
del abrojo, que no rey de Castilla”. Fue enterrado en la Cartuja de
Miraflores (Burgos) junto a su esposa Isabel de Portugal, esculpiendo Gil de
Siloé el sepulcro de ambos, a los que acompaña en el lugar de enterramiento su
hijo el príncipe Alfonso. Se le caracteriza como un personaje de carácter poco
firme, algo taciturno, con el que Isabel apenas llegó a tener trato. Dejó claro
en su testamento la regulación de su propia sucesión, una especie de ley
fundamental en estos asuntos -según Luis Suárez-, de tal forma que se
acuerda en este documento que si sus hermanos
llegaban a fallecer sin descendencia legítima, correspondería a Isabel la
sucesión que en esos momentos tenía don
Enrique”.
En su
testamento Juan II indica de forma tácita:
“(…)Mando que la dicha Reyna, mi mujer, sea Tutriz
y administrador de los dichos Infantes don Alfonso y doña Isabel, mis hijos e
suyos, e de sus bienes, fasta tanto aquel dicho Infante sea de edad cumplida de
catorce años, e la dicha Infante, de doce años e que los rija e administre con
acuerdo e consejo de los dichos Obispos de Cuenca e Prior fray Gonzalo mis
confesores e del mi Consejo...E quiero y mando que los dichos Infantes mis
hijos se críen en aquel logar o logares que ordenase la dicha Reyna mi muy cara
e muy amada mujer(…)”.
Este Rey
vivió una época políticamente repleta de fuertes tensiones y de luchas
nobiliarias entre sí y contra la monarquía, en contraste con la brillante
cultura del incipiente Humanismo. Tenía
un excelente conocimiento del latín y se interesaba por la poesía, la filosofía
y la retórica. Se carteaba con humanistas relevantes, como Leonardo Bruni; y
encargaba glosas y traducciones a autores como Pedro Díaz de Toledo o Alfonso
de Cartagena. Por otro lado, su reinado fue uno de los más infecundos, lleno de
revueltas y colmado de desórdenes.
Isabel en
su niñez, en ese ambiente cortesano de leyendas y exaltación de virtudes por
las hazañas de los “grandes hombres”, supo cómo su abuelo Enrique III “ el
Doliente” ”( fundador de la política africana castellana) había fallecido,
cuarenta y cinco años antes de su nacimiento en una cruzada contra el reino
musulmán de Granada, lo que le dejó
alguna huella emocional de su antepasado, cuyos hechos conoció, entre otras
fuentes, gracias al escritor Juan de Mena. Ella siempre mantuvo en su
mente los rasgos esenciales de la vida
de su padre Juan II y de su abuelo Enrique
III.
Heredó
bastantes rasgos biológicos de su abuela Catalina de Lancaster la elegante dama
inglesa, esposa de Enrique III, como el color blanquecino de su piel y el pelo
rubio, el carácter reservado, los modales armoniosos, la sensibilidad por la lectura, y la firmeza en sus decisiones.
Ella fue el espejo en el que Isabel se miraba muy a menudo y la mujer que elevó
al hombre clave de la política castellana de la primera mitad del siglo XV don
Álvaro de Luna, valido y hombre de máxima confianza en la vida de su hijo Juan
II, muy culto y aficionado a la literatura que floreció en su Corte. Al
enviudar el rey de su primera esposa María de Aragón, el condestable don Álvaro
concertó su boda con doña Isabel de Portugal, celebrándose en 1447.
Este
conjunto de vicisitudes y hechos históricos jalonaron los primeros años de la
vida de la mujer que sería una de las reinas más importantes de España: Isabel
I “La Católica”.
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